El infinito en un junco

 

El infinito en un junco, de Irene Vallejo.

Este ensayo novelado es un viaje a lo largo de la vida del libro en Occidente, que se salpimenta con documentadas referencias grecolatinas. Yo, que nunca he buceado, diría que es un pecio marino rodeado de peces similares de diferentes tamaños.

Su estructura  se ajusta con maestría al desarrollo novelado, y se acierta en el uso de recursos retóricos, que se aplican al inicio para la estimulación del interés; luego, siguiendo con ilustraciones y apuntes circunstanciales, para sostener la trama; y así, hasta la bajada concluyente final. Hay momentos de genialidad, como la enumeración, estudiada, medida, con términos deliciosamente confrontados que aparece en la página 316. Pero también hay algún momento más oscuro, como ese guiño  a la escolaridad de la autora, que es también la de los lectores, punto de confluencia entre la historicidad y la actualidad de todos: los niños no están dotados de esa capacidad reflexiva: hubiera sido mejor un uso de la tercera persona; la página se convierte en un agregado inverosímil. Tampoco sabemos dónde hay maestras de “ética” y nos hubiera gustado que Agustín de Hipona hubiera sido señalado, al menos entre acotaciones, como san Agustín (Incluso el mismo san Agustín lo hubiera preferido). Y esos cuentos que la mamá cuenta por la noche, algo subiditos de tono para una niña con dientes de leche: Cuentos de Odesa (sí, los de Bábel, esos en los que durante un "pogromo"  revientan una paloma en la cabeza de un niño), Montecristo, El barón Rampante, El Señor se los Anillos, El perro de los Baskerville…. ¿No hubieran sido más acertados los  Cuentos de Calleja, Pinocho, etc.? Mira que luego los críos tienen pesadillas. ¡Ah! Y eso de “yonqui de los libros” o “de los juicios”, lejos de acercar la narración al lector más rudimentario, desconcierta un tanto el hilo terminológico, es decir, el ambiente de lectura de los lectores medios.

El mismo libro se sostiene sobre diversos testimonios bibliográficos, pero lo mejor es que nos vacuna contra sí mismo, porque como se apunta desde la boca de Heródoto, “la verdad es huidiza” y es casi imposible desentrañar el pasado tal y como sucedió. Y más allá de esos testimonios, también encontramos interpretaciones, que pueden ser compartidas o no, lo que nos induce a leer la obra, como hay que hacer con todas, con espíritu reflexivo y crítico, recogiendo y desechando, separando el grano de los abrojos. Recordemos que un mismo alegato, puesto antes, puesto después, puede iluminar u oscurecer una misma redacción.

Y ya acabando, la escritora afirma escribir “para que no se acaben los cuentos”, recogiendo esa antigua tradición que un existencialista francés (Gabriel Marcel) hizo suya, con seguridad heredada de otro, del “respondeo ne moriar”, hablo para no morir.

Decimos de este libro que lo mejor de él es el marco literario, donde se aprecia el dominio de la técnica creativa y la facilidad narrativa de la autora. Pueden leerlo, que algo se aprende.


 

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