Le tocaba a Borges. Ya olvidado
en los estantes, tantas horas compartidas intentando descifrar enigmas que no
eran tales. Cuando te aproximas a Borges todo es denso; suena presuntuoso, las
referencias literarias a las que refiere están alejadas y se necesita esfuerzo
constante para intentar creer que se está a la altura.
Es un error; es más provechoso
surfear las palabras y echar las redes allá donde los destellos marquen el
tesoro sumergido.
Borges se perdió en la sabiduría:
fue perdiendo luz conforme encorsetaba sus conclusiones filosóficas en la curva
cíclica del eterno devenir, porque esa monotonía previsible le originó nueva
niebla.
Sonetos perfectos, prosa
impecable. Y a pesar de la maestría,
tras el reposo se observa un tono apagado, falta de color, quizá de una
pequeña chispa. Lo suyo son reflexiones enmarcadas en un
racionalismo opaco, que no aflora; son disección del pensamiento humano, solo que,
solo que, afortunadamente en el hombre, aunque a veces no lo parezca, también
hay un elemento generatriz de vitalidad que escapa a toda lógica. Es un absurdo
irreductible, al menos desde la razón, y al que se puede llamar alma, pero alma
entendida en un sentido individual, no
concebida como un halo cultural que se
respira en el ámbito de la sociedad. El problema es que Borges conoce
perfectamente esa profundidad intangible, pero que de su inmersión en lo etéreo
se inclina a mostrar lo irracionalmente culpable, lo descarnado, la parte
brusca; quizás consciente de que de mostrar la cara amable, lo luminoso, su
literatura hubiera sido poco creíble, porque la historia del hombre abunda en
lo brutal.
Busque claridades el lector a
través de la contraposición, que hay literatura para encontrarlas. Y como
Borges no es Borges sino la intelectualización de un” gólem” confeccionado con todos
los libros que modelaron su vida, quedan aquí dos obras, una del propio autor y
una antología por él recopilada.
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